La relación entre los humanos y los mosquitos ha sido una constante en la historia, marcada por las enfermedades que estos insectos transmiten. Si bien sabíamos que el CO2 que exhalamos y los aromas de nuestra piel eran sus principales guías, un reciente hallazgo ha sorprendido a la comunidad científica: los mosquitos también emplean la radiación infrarroja que emitimos nuestros cuerpos para localizar a sus víctimas. Este descubrimiento, que amplía significativamente lo que conocemos sobre los sentidos de estos insectos, abre nuevas puertas en la batalla contra las enfermedades que propagan.
Durante mucho tiempo, el mosquito Aedes aegypti ha sido un verdadero maestro del camuflaje y la caza. Transmisor de enfermedades tan temidas como el dengue, el Zika y la fiebre amarilla, este pequeño insecto ha demostrado ser un enemigo formidable. Sabíamos que utilizaba una combinación de sentidos para localizar a sus víctimas: el dióxido de carbono que exhalamos y los olores de nuestra piel eran sus principales pistas. Pero un reciente descubrimiento ha puesto patas arriba lo que creíamos saber. Resulta que los mosquitos también tienen un «ojo térmico»: son capaces de detectar la radiación infrarroja que emitimos nuestros cuerpos, lo que les permite rastrearnos con una precisión asombrosa. Este hallazgo amplía nuestro conocimiento sobre estos insectos y supone la apertura de nuevas vías para desarrollar estrategias más efectivas contra las enfermedades que transmiten.
El calor que nuestro cuerpo desprende es como un faro invisible para los mosquitos. Nuestra piel, al tener una temperatura de unos 34°C, emite una especie de «luz» que no podemos ver: la radiación infrarroja. Esta radiación, que tiene una longitud de onda muy pequeña, es como una huella digital térmica que los mosquitos pueden detectar. Es como si tuvieran una cámara de visión nocturna incorporada, capaz de captar el calor que emitimos. Lo más sorprendente es que esta radiación infrarroja, con su pico máximo alrededor de los 9,4 micrómetros, coincide justo con la frecuencia a la que los mosquitos son más sensibles. Es como si la naturaleza hubiera diseñado a estos insectos para ser los cazadores perfectos de sangre caliente. Es, tal vez, una señal inequívoca de coevolución.